Baldomero Lillo fue, antes que nada, un agudo observador de la vida. De muy joven se impactó por lo que vio en el Norte Grande, donde conoció el mundo de los trabajadores pampinos, y más tarde, aquel de los mineros de Lota y Coronel, que se tradujeron en sus obras.
Sus mayores aciertos como narrador están en la descripción de ambientes y de las figuras que en ellos actúan, que parecen emerger del infierno. Fue fiel con la pluma a las sensaciones obtenidas en las experiencias reales que vivió, impregnadas del naturalismo que conoció con el escritor francés, Emile Zolá. El resultado estremece aún a sus lectores de hoy y de siempre.